viernes, 17 de junio de 2011

Un 17 de Junio de 2004: "El día del silencio atroz". Boca elimina a River en su cancha solo con hinchas locales.


En el dramatismo de los penales, a Boca nunca le tiembla el pulso. Esa llave que le abrió tantas puertas, lo depositó por cuarta vez en cinco años en la final de la Copa Libertadores. El tiro definitivo de Villarreal enmudeció al Monumental con toda la fuerza que tiene un paisaje con más de 60.000 personas derrumbadas por la desilusión, apelando al último resto que le quedaba para despedir con algunos aplausos a River. Pero la fiesta, reducida en número y gigante en éxtasis, volvió a ser de Boca, un especialista para sacar oro en las circunstancias más diversas. Como en Japón, Abbondanzieri tuvo un papel glorioso, en otro clásico para reventar corazones por la lucha, los desbordes y un resultado que en el final fue y vino increíblemente para uno y otro lado.

Salvo algunos sustos esporádicos para Abbondanzieri, el primer tiempo se ajustó bastante a lo que pretendía Boca. Es decir, su solvencia defensiva marcó la pauta de a poco. River entró decidido a agitar el ataque, a darle movilidad y progresar con varios hombres. Después de tanto misterio e intriga en la semana, el esquema de Astrada desveló un retoque táctico: línea de tres defensores y entrada de Coudet para sumar en la ofensiva. El dibujo fue más una postura que una demostración de real poderío ofensivo. Tras esos primeros 15 minutos en los que desestabilizó un poco a Boca, River fue resignando fuelle. No insistió ni aprovechó con el desnivel que Lucho González imponía sobre el juvenil Ledesma.

Boca respondía a la genética copera que le inoculó Bianchi. Esta clase de compromisos no lo desestabiliza. Casi nunca se lo llevan por delante. Aguantaba, lo cual lo hace con la misma naturalidad con que respira. Así, sumada su inocultable vocación para poner el cotejo en el freezer en cada interrupción, le alcanzó para quitarle el control a River en el último cuarto de hora de la primera etapa y provocar murmullos de inquietud en el Monumental.

El que ya era el mejor hombre de River -Lucho González- descolló en el comienzo del segundo tiempo. Con el ingreso de Sambueza por el opaco Coudet, Lucho pasó a la derecha y antes del minuto provocó la expulsión de Vargas. Poco después, se metió por el callejón del ocho como una exhalación y cruzó un derechazo magnífico. River se sacaba un peso de encima y Boca quedaba muy limitado, emboscado en su campo y restringido a alguna corrida de Tevez contra el mundo, sin asociarse con Barros Schelotto.

Entusiasmado por el envión anímico, Astrada recargó el ataque con el ingreso de Salas (salió Mascherano), pero River no capitalizó ese momento favorable. Se nubló mucho en los últimos 25 metros; no encontraba el toque clarificador ni la combinación justa. La ambiciosa puesta en escena no tenía correlato en las llegadas al área. Hasta que sobrevino ese final infartante, con excesos y goles. Con la expulsión de Sambueza y un River que tiraba todo por la borda, porque en su confusión recibió el gol de Tevez, tras desborde del recién ingresado Cangele. River parecía sentenciado, pero estas semifinales dieron para todo. Fueron volcánicas. Y en el cuarto minuto de descuento, Nasuti apareció por atrás de todos para definir con gran categoría la pelota que peinó Montenegro. Renació River para llegar a los penales, esa definición en la que Boca acostumbra a consagrarse con una serenidad demoledora.

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